Este verano conocí a María, una mujer amable, serena e inteligente. Me explicó que fue madre pasados los cuarenta y que, por ese motivo, había decidido afrontar su vuelta al mundo profesional con moderación, para poder pasar el máximo de tiempo posible con su hijo de 4 años. Ante el comentario de una mujer que casi tiene mi edad (yo tengo 48) con el rostro iluminado por el amor que siente por su hijo, un hijo que me confesó que fue muy deseado, solo se me ocurrió decirle: “Sobre todo, ¡edúcalo bien!”. A lo que María me respondió: “Bueno, he decidido educarlo en libertad y eso dificulta poner límites”. Enseguida pensé: “No creo que sean dos conceptos imposibles de combinar…”.
Juan, como María, también ha sido padre un poco mayor y también ha decidido educar a su hijo en libertad. Lo resume con esta frase: “No seré yo quien dé bofetadas a mi hijo, ya se encargará la vida, porque quiero que sea feliz”. La verdad es que los dos casos me hicieron pensar mucho, no creo que educar en libertad sea eso. De hecho, me hizo pensar tanto que, si no escribo un post sobre el tema, ¡reviento!
La forma de educar a nuestros hijos ha cambiado mucho en los últimos 40 años. Si pienso en cómo me educaron a mí y en cómo he educado yo a mis hijos, no tiene nada que ver. El mundo cambia y es natural que la educación de la familia también lo haga. Mi pregunta es: ¿por qué ahora más que nunca, y a pesar de tener generaciones de padres y madres que han vivido en democracia, se habla tanto de educar en libertad? Tengo que admitir que escucharlo me genera cierto pánico, y me empiezan a resonar preguntas como estas:
¿Los niños hacen lo que quieren?
¿Qué papel juegan los padres aquí?
¿Es sano que los niños tengan la potestad de decidir qué hacen desde bien pequeños? ¿Tiene que ser así siempre o solo en algunas situaciones?
¿De qué sirve que los padres tengamos la experiencia que ellos no tienen? ¿O se trata precisamente de no condicionarlos con nuestra experiencia?
¿Es esto educar en libertad?
Con todo este batiburrillo de preguntas en la cabeza, pensé que tenía que informarme mejor. Encontré artículos que me llamaron bastante la atención, como por ejemplo un experto que afirma que emplea un único “no” al día con sus hijas. Reconozco que tuve que leerme la entrevista más de una vez porque no daba crédito a mis ojos: ¿un “no” al día? ¿Y cómo se hace eso? El experto en cuestión, resumiéndolo mucho, afirmaba que el “no” corta las alas de las criaturas. No pude evitar girarme para mirar a mi hijo adolescente y pensar: “Pobre chaval, ¡suerte que no tiene que volar!” ;-)
Debo confesar que he intentado educar a mis hijos como mejor he sabido para prepararlos para la vida en sociedad, sea cual sea el mundo que venga, y para mí el “no” ha sido esencial. El “no”, aparte de establecer las reglas del juego de la convivencia, estimula al niño a pensar y a buscar alternativas y, por lo tanto, a desarrollar su ingenio. Y no olvidemos que aquí también aprenden a gestionar la frustración. El “no” con moderación invita a reflexionar, a desafiar y a buscar argumentos para rebatirlo.
En cualquier caso, y como no quedé satisfecha con la información que encontré, decidí trasladar el tema a una comida con mis cuñados que, además de ser más jóvenes que yo, tienen 3 hijos pequeños y seguramente están familiarizados con el tema de “educar en libertad”. Saqué el tema a la hora del café. En el transcurso de la conversación se dijo que “los padres que apuestan por esta educación parten de una premisa: que al nacer el ser humano es bueno, empático y generoso por naturaleza”. En aquel momento tuve algunos flashbacks: volví al parque con mis hijos y reviví escenas cotidianas de su época en la escuela infantil. Me vinieron a la mente imágenes de un niño pegando a otro para quitarle la pala, de mi hijo inventándose una excusa en la cola de los columpios para que le dejaran subir antes, de otro niño tirándole arena a los ojos al hijo de una amiga, así suma y sigue…
Mi experiencia me dice que de pequeños somos criaturas con un instinto de supervivencia exagerado y que, afortunadamente, a medida que crecemos lo vamos canalizando y dirigiendo. Sin duda, el proceso de control del instinto rebaja la espontaneidad, pero personalmente creo que la razón tiene que dominar sobre los instintos más primarios.
Para mí, educar en libertad es ayudar a que nuestros hijos tengan criterio propio, definir unos límites y también proponer normas, sin limitar aspectos esenciales como la creatividad, la participación en el núcleo familiar, la responsabilidad y, sobre todo, la libertad individual. Si gestionar la libertad ya es bastante complejo para los adultos, ¿cómo no va a serlo para los niños? Los adultos también necesitamos algún “no” e incluso algún toque de atención de vez en cuando. Nos guste o no, vivimos en sociedad y deben existir unos límites para facilitar la convivencia. La adecuada gestión de la libertad, en caso de que no hubiera límites, dependería mucho del sentido común, y resulta que el sentido común, de común no tiene mucho.
¿Para ti que es educar en libertad?