Nunca me cansaré de decir que mi casa está donde esté mi familia: mi marido y “nuestros” hijos adolescentes. La familia siempre ha ocupado un espacio muy importante en mi vida, aunque no siempre le haya podido dedicar todo el tiempo que hubiera querido. Todavía ahora, después de 17 años haciendo de madre, cada situación y cada nueva etapa a la que nos enfrentamos hace que me sienta madre primeriza y me asalta la duda de si estaré haciéndolo bien. Uno puede pensar que en mi caso juego con ventaja, ya que he visto a miles de niños y sus familias. Aunque a priori y sin pensar demasiado te diría que sí, en la práctica y cuando se trata de mis hijos todo adquiere otra dimensión.
Es muy difícil estar a la altura de las expectativas de un hijo adolescente. En pocos años pasas de ser una heroína a una simple y patética mortal, de tener respuestas para todas sus preguntas, a no saber “nada de nada”. De un día para otro, dejas de ser su único referente, su modelo a seguir, para convertirte en el modelo que no quieren seguir. Podríamos decir que de la noche a la mañana sufrimos una metamorfosis a los ojos de nuestros hijos y cambiamos de estatus. Como hijos todos lo hemos vivido más o menos, pero cuando en vez de ser el “toro” te conviertes en el torero sin previo aviso, te pilla completamente desprevenido. A pesar de todo, no nos queda más remedio que afrontarlo con la máxima dignidad posible y el depósito lleno de paciencia.
Como unidad familiar, el ritmo que llevamos no nos permite tener momentos de intimidad, de confidencias. La etapa de la pubertad tampoco ayuda demasiado. Las reflexiones sobre cómo estamos como familia o hacia dónde vamos han quedado relegadas a la individualidad. En casa cuesta coincidir y, cuando coincidimos, el día a día nos puede. Comemos a contrarreloj para que nuestros queridísimos hijos puedan volver rápidamente a su “cueva”, lo que antes llamábamos “habitación”.
Para conseguir encontrar un espacio libre de obligaciones y dispositivos móviles varios, los fines de semana intentamos hacer una comida fuera de casa, los cuatro, sin interferencias. Y en momentos como estos, en esperas entre plato y plato, somos capaces de mirarnos a la cara y sentir la necesidad de hablar, de hablar de temas varios, más allá de cómo va el día a día.
En casa hemos optado por forzar que aparezcan estas situaciones. Intentamos crear momentos en común que sirvan para afianzar nuestra relación y conocernos un poco mejor. Te propongo una especie de juego, nosotros lo hicimos en casa para dar la bienvenida al año nuevo y el resultado fue mágico.
En aquella ocasión todos nos sentimos valorados, escuchados y vulnerables a la vez. La barrera de “yo soy el padre y tú eres el hijo” se esfumó por un momento para dar paso al lenguaje del corazón. Fue una experiencia fantástica y 100% recomendable. Si te animas a probarlo, cuéntame cómo te ha ido.